Seamos alaracos es nuestro lema nacional

Pensaba escribir acerca de cómo hay muchos chilenos que hacen alaraca de las alzas de la bencina, de los hoyos, de cualquier cosa, pero esta columna del suplemento de Las Ultimas Noticias, me quitó las palabras:

El grito en el cielo

Florencia Browne

La gente en Chile parece llevar las alharacas en la sangre. No deja de ser sorprendente ese rasgo psicológico, pues un país que tiene cierta experiencia en situaciones extremas haría suponer que es templado y tendiente a evaluar la justa medida de las cosas. Sabemos perfectamente qué es la verdadera pobreza, pero a juzgar por nuestras opiniones siempre estamos en la miseria absoluta. Evidentemente, no me refiero a las opiniones de los pobres, que, como dicen por ahí, tienen toda la razón, sino a las frases hechas de la clase media e incluso de las clases acomodadas, que lloran por cualquier nadería aunque jamás su situación económica haya sido mejor. Los automovilistas, que nunca en sus vidas han tenido autos más caros, cómodos y suavecitos que los que tienen hoy, reclaman hasta por los codos contra el gobierno por el precio de la gasolina, dejando en evidencia que sus pudores han llegado a ser iguales a cero. Pocas capitales latinoamericanas -por no decir ninguna- pueden preciarse de ser tan pacíficas como Santiago, pero nos fascina decir que los asesinos y los violadores y los narcotraficantes tienen sitiada la ciudad. A nadie le hace falta remontarse muchos años en la historia para saber lo que realmente significan la corrupción y los gobernantes manilargos, pero es divertido asegurar que estamos rodeados de ladrones, coimeros y malversadores.

Los automovilistas chilenos, que nunca en sus vidas han tenido autos más caros, cómodos y suavecitos que los que tienen hoy, reclaman hasta por los codos contra el gobierno por el precio de la gasolina, dejando en evidencia que sus pudores han llegado a ser iguales a cero.

Es cierto que los combustibles están por las nubes, que los delincuentes tienen varias esquinas con contrato de exclusividad y que más de algún funcionario gubernamental ha contado nueces con la mano del gato, pero la exageración sobre ello se ha vuelto intragable de latera. Con el clima sucede algo parecido: todavía no cae una llovizna cuando ya nos hemos declarado en estado de emergencia. Se inundan cuatro manzanas y poco nos falta para estar de luto nacional, rezándole mil padrenuestros al santísimo para que se apiade de nosotros, y sólo nos callamos la bocaza cuando un lejano huracán nos muestra qué significa de verdad la desolación y la pena. Tenemos una absurda nostalgia de nuestro malestar y no soportamos que las cosas estén mejor que nunca, pues creíamos que el paraíso terrenal era diferente y que no dependía tanto de nosotros mismos. Inevitablemente, hemos quedado mirándonos la nariz, desorientados en ese amargo vacío que las expectativas dejan al cumplirse. Años ochenta, crisis bancaria, asesinatos impunes, casas de tortura, robo de empresarios a manos llenas, cesantía desatada, hambre, mediaguas, miedo: ahí tenemos un punto de referencia. Miradas desde ese pivote, nuestras exageraciones no son sino banalidades que rozan la obscenidad, pues a fin de cuentas son una manera de ocultar nuestro desinterés por el bienestar social y por la auténtica calamidad que es la distribución del ingreso, en favor de un bienestar individual que ni siquiera sabemos bien en qué consiste.Al parecer, necesitamos reafirmar nuestra vaga idea de que una catástrofe nacional de cualquier índole nos acecha, para relativizar con miserias ficticias nuestra inoperancia frente a la estabilidad, en lugar de buscarle la médula al presente y estrujarla, entendiendo que no hacen falta sacudones imaginarios en un país experto en sacudones de verdad.

Hay una especie humana que me saca de quicio: la persona que alega por todo y le echa la culpa al otro, como si él no tuviera responsabilidad alguna.

¡Que alguna vez seamos propositivos y no alaracos!

(Digo yo)